La estación del ferrocarril era un gran bazar de miseria. Lisiados, tullidos y leprosos arrastraban su infortunio junto a las vías suplicando piedad y limosna. Me deshice de unas rupias, un par de botellas de agua y un pañuelo. Pero fue ella, de rodillas en el suelo del andén, quién más compasión me produjo. Mirándome. Sin decir nada, sin pedir nada. Inmóvil. Viendo como yo, en la loca fortuna, ocupaba un asiento en aquel tren hacia otra tierra prometida.