El sol plateaba las chumberas. Apenas quedaba visible el camino; un manto de zarzas y matorrales lo habia borrado casi por completo. Se quedó intuyéndolo un momento mientras pasaba la palma de la mano entre unas flores de tomillo; fusionando aquella realidad con el recuerdo y la memoria. Todo seguía igual bajo el sol abrasador; el canto incesante de las chicharras sobre aquel silencio tan puro y natural. Por un momento, pensó cuanto lo echaba de menos. Continuó ascendiendo por el sendero sinuoso, abriéndose paso entre los matojos hasta que, jadeante, alcanzó finalmente la era. Sonriente, comprobó como aún continuaba empedrada, con aquella pizarra que, al atardecer, brillaba en escamas de plata. Las paredes del pajar aún resistían, solo unos maderos del tejado habían cedido al implacable paso del tiempo. Siguió unos pasos hasta ver la polvorienta vereda del rio perderse más allá de las alamedas. Alzó la vista y contempló los campos contiguos; trazos marrones de tierra donde labriegos, a golpe de azadón, labraron su porvenir. Era justamente desde allí, al borde de la era, donde al atardecer se sentaba mientras la luz, tamizada por la torre del castillo, preñaba de tonos rosáceos la risca de la Virgen. Sintió el aire llenarle el pecho. Por un momento quiso gritar; tuvo el deseo de escuchar nuevamente el eco de aquel niño que asustaba a las palomas.  

Y fue de repente, en ese preciso instante, que un golpe de viento le quitó el sombrero que, treinta años atrás, le había regalado su abuelo.

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