Llevábamos más de tres días en aquél tren cochambroso. El calor era asfixiante.

Durante la noche, la brisa rebajaba la temperatura del vagón; y digo la brisa porque aquél maldito tren no corría mucho más de 40 kilómetros. Veíamos pasar el paisaje ante nuestros ojos a cámara lenta. En las horas más mortecinas, nos entreteníamos poniendo nombre a los demás pasajeros que bajo aquellos turbantes multicolor, resultaban de los más variopinto. Era divertido. Cualquier cosa para abstraerse de aquella lentitud y calor soporífero. Por la noche tampoco descansábamos mucho. A todas horas te estremecías con los gritos graves de los vendedores que de continúo subían al tren ofreciendo su mercancía. Otros deambulaban de vagón en vagón con un bidón cargado a la espalda, y al grito de Chaai, ofrecían una especie de té rojo que servían en vasitos de latón mugrientos. Cada vez que el tren se paraba en una estación, os echábamos a temblar.

     Fue en Jaipur donde a media mañana, el tren se averió. Cuatro horas bajo un calor destructor. Yo miraba a los ventiladores que, anclados en el techo, solo funcionaban con la energía del tren en marcha. En mis delirios, me quedaba embobado con la boca seca y, antes de cerrar los ojos y desmayarme, imaginaba que eran de color verde y que emanan un brisa de menta en lugar de negros y mugrientos como ratas.

     Cuando desperté, estábamos en la tierra de los reyes, y ya habíamos dejado atrás el palacio de los vientos.

 

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